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lunes, 29 de abril de 2013

¿Y si hubiera sido cierto?

Surtidores de combustible
Por Gasolina Sin Plomo.

Las últimas veces que me he acercado a una gasolinera he terminado con una pregunta rondándome por la cabeza. ¿Sigue fluyendo la gasolina cuando el contador se acerca a la cantidad marcada? Ya sabéis que si, por ejemplo, habéis pedido 40 euros, cuando el contador va por los 38,5 aproximadamente, el flujo se reduce considerablemente. Si antes de llegar a esta cantidad el combustible incluso se oía a través de la manguera, una vez llegado al punto límite, nos adentramos en el terreno de la fe. ¿El flujo se reduce o se detiene completamente?

Esta mañana compartía esta duda con un buen amigo del trabajo, el cual, muy amablemente, me decía que él no se planteaba esas cosas, pero que yo era mucho más observador que él, siempre atento a toda posible conspiración que amenace a esta sociedad tan agredida ya. Una manera como otra cualquiera de mirarte con una ceja enarcada, pensando que estás como las maracas de Machín, aunque, como decía, de manera muy amable y cariñosa.

Esta tarde, decidido a desfacer el entuerto, he ido a repostar a la gasolinera del barrio. "40 euros, por favor", le he dicho a la dependienta, mirándola con los ojos semientornados, como si fuera cómplice de los tejemanejes de las petroleras, que nos roban casi 2 euros de cada repostaje. "¡Menos mal que estoy yo aquí!", me decía, mientras me dirigía a mi coche como Mel Gibson en  Braveheart, orgulloso y triunfal, pasándome la mano por la cara extendiendo la imaginaria pintura azul que maquillaba mis, de repente, endurecidas facciones, listas para ser inmortalizadas en bronce, piedra o, ¿por qué no?, mármol, como los más grandes personajes grecorromanos.

35, 36, 37... el contador se acerca a la cifra clave, ahí está, 38,5... el flujo se reduce, ya no hay ruido, unos segundos me separan de la gloria eterna. Suelto el mango del surtidor y lo extraigo de la boca del depósito: quiero saborear el momento. Apunto hacia la rueda trasera izquierda y aprieto el gatillo. No me lo puedo creer: la eternidad de mi gloria evaporándose en un chorro (no un chorrito, no; un señor chorro todavía) de gasolina que salpica el neumático de mi coche y, por cercanía, mis recién estrenadas zapatillas.
Recompongo mi maltrecha figura con la poca dignidad que me queda, aguantando estoicamente la mirada del operario que se mueve entre los surtidores, mucho menos amable que la de mi amigo del trabajo; "la gente está fatal", se lee en ella. Esa misma frase que yo, tú, todos, decimos tantas veces al cabo del día, con la diferencia de que, en este momento, la gente soy yo.

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

martes, 23 de abril de 2013

Blood Bowl II


Blood Bowl

Por Tom el Afortunado.
 
¡Buuummm! El estruendo del metal contra el metal me hace girar la cabeza hacia el lugar de donde proviene el ruido. Uno de los nuestros ha sido placado por dos enanos en una perfecta colaboración, mientras el uno le sujetaba del brazo el otro le ha embestido el estómago con el casco por delante. El placado, desequilibrado y levantado en el aire un par de metros por el enano que le ha golpeado, ha soltado el balón, que ahora rebota a un par de metros de donde se ha producido la colisión.
Un tercer enano corre hacia el balón caído, la cara congestionada por el esfuerzo y la falta de aire; esa armadura que le oprime el pecho sería perfecta para él si pesara 25 kilos menos. Su objetivo es el balón, está claro, no existe nada más. Nos damos cuenta cuando el placado le aterriza encima. Otro golpe de metal contra metal, carne lacerada, hueso quebrado y tierra humedecida. El enano yace boca abajo, con la cara semienterrada, completamente inmóvil; el humano que le ha caído encima levanta la cabeza, justo a tiempo para que otro enano le estampe una bota con puntera metálica en toda la boca. Una mezcla de sangre y fragmentos de diente traza un arco rojizo que salpica a los que están cerca. Pegan duro estos enanos, malditos sean. Ahora sí, el tipo ha quedado tendido boca abajo, inconsciente en el mejor de los casos.

La grada celebra el golpe con aplausos y vítores; la multitud enfervorecida se aferra a los barrotes, meneando las vallas de manera alarmante. No me preocupo por ellos, por supuesto. Ojalá la valla les caiga encima a todos y los deje secos. Lo que me aterra es que puedan invadir el campo. Sedientos de sangre como están, enfrentarse a ellos sería luchar por sobrevivir. Siento la salpicadura de un líquido caliente en el brazo izquierdo. “Espero que se trate de ese vino tan especiado que tanto gusta por aquí”, pienso según giro la cabeza para ver de qué se trata. El color es rojizo, podría ser vino, sí, aunque la espesura del líquido me contradice. Sangre. El infortunado sujeto del que proviene está siendo literalmente machacado contra los barrotes que nos separan del público a los que nos sentamos en el banquillo. Pobre diablo, se encontraba en el lugar equivocado a la hora equivocada. “Igual que yo”, pienso con ironía.

Mi atención regresa al campo, a uno de los nuestros, un tipo no muy alto pero con unos brazos tremendamente fuertes. El derecho protegido por una armadura, desde el hombro hasta la mano; el izquierdo, al aire, carne mortal esperando ser agredida. En el hombro descubierto un tatuaje con el número siete en color azul.
El tipo esquiva con facilidad a un enano que se le venía encima, ya trastabillado por la carrera que se había dado. Con una simple finta de cadera evitó el único obstáculo que se interponía entre él y el balón. Echa un rápido vistazo a su alrededor y se agacha a por él. Lo coge con la mano derecha y se lo cambia de mano. Endereza la espalda y lleva el brazo izquierdo hacia atrás, con la mano derecha también sujetando el balón. Mira por encima de las cabezas que tiene delante y suelta el brazo, lanzando el balón lejos, muy lejos, a la otra zona del campo, donde otro de los nuestros está haciendo gestos con una mano: “estoy solo, tío, pásamelo”.

El balón surca el aire. Mis sentimientos son contradictorios; por un lado, querría que atrapara el balón y anotara el touchdown. Aunque no conozca de nada a esta gente su ropa es del mismo color que la mía. Suficiente diferencia para establecer un “nosotros” y un “ellos”, ¿no? Si anota, nos pondremos por delante.
Por otro lado, si atrapa el balón y anota, me tocará salir a jugar. O a morir. O a matar. Así es el Blood Bowl.

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

domingo, 21 de abril de 2013

Presentación del Libro Rojo de Mongolia

Mongolia en la Librería Muga
Las hordas mongolas acababan de salir del bar de al lado de la Librería Muga, esa barra donde se discuten los temas importantes, como diría después Ismael Serrano durante la presentación. Llegamos justo a tiempo para abrirles la puerta, un "hombre, me alegro de verte" y un apretón de manos después, bajamos las escaleras de la librería. Eduardo Bravo, el mongol al que acompaño, reconoce el cansancio acumulado después de la gira mundial de presentación del Libro Rojo, "pero estamos encantados, eh".
Como el público con ellos; ese público que les ha acompañado desde el principio, que estaba ávido de un referente en la prensa, ese público que abarrota la librería (como ha abarrotado el resto de espacios en los que se ha presentado el libro), ese público que echaba de menos llevar bajo el brazo un periódico del que poderse sentir orgulloso, un periódico que representa a gran parte de la sociedad, como en su momento sucedió con los que llevaban El País bajo el brazo, como recordó Ismael Serrano.

Ese periódico, ese antiguo ejemplo a seguir, al que aludió Gonzalo Boye, el responsable editor irresponsable de Mongolia, cuando recordó que no les habían incluido en los Premios Ortega y Gasset de Periodismo, pese a haber recibido el premio a la defensa de los valores humanos por parte del Club Internacional de Periodismo.
Este último galardón se suma a otros muchos que han recibido a lo largo de este primer año de vida. La recompensa a un trabajo bien hecho está ahí, en las estanterías donde se acumulan los premios y en los corchos de la redacción, donde cuelgan las innumerables fotografías que los agradecidos lectores les remiten.
El Libro Rojo en mi casa, entre Gila y Anguita
Y es que el público responde con fidelidad cuando se le trata con honestidad. Algo que Mongolia ha hecho desde el inicio. Eduardo Galán, el otro mongol presente ayer, afirmó que "el noventa y nueve por ciento de las publicaciones tienen cuidado con lo que dicen; nosotros, no". Ahí está una de las claves del éxito de Mongolia: dirigirse a un público adulto tratándolo con el máximo respeto, llamando a las cosas por su nombre y devolviéndole al Periodismo la dignidad vendida.

Mongolia, efectivamente, es un país. Y es un país digno de admiración, porque pasan cosas que provocan mucha envidia.
Un país en el que se señalan las desnudeces de los emperadores, en el que se ríen de los palmeros que alaban las bondades del traje nuevo, en el que se descubren los tejemanejes de los poderosos, y en el que se le llama pan al pan, y camelo a la religión.
Cumplido el año de existencia de esta manera tan roja y didáctica, con "este libro impresicindible en toda biblioteca que se precie" (Serrano dixit), sólo queda agradecer la existencia de esta revista, desear una larga y próspera vida y confiar en que esa mala reputación que les precede siga aumentando.
¡Viva Mongolia!

sábado, 20 de abril de 2013

SAGA NECROFILIA – DONDE NACE LA CARICIA

Descubro el suave aroma de su cuerpo, yacente lo cojo y después penetro la niebla ruborizada que le rodea, mis dedos acaban por acariciarlo, trémulos, arqueados, excitados, amontonados... Y abren su incisión rápidos y precisos como la grulla entre sus vísceras. Llega a mi en su primitiva rueda el dado predeterminado, ausencia de todo azar, con sus seis caras mirándome aguileñas y zurdas, recelosas de la última, algo más sutil y menos plástica, confundida de fenómenos por el resto, en su puro paralogismo.

Me centro en ella, sin duda las caras que más guardan son aquellas cuyos rostros esconden la inteligencia, pienso en Stalin, y esa sin duda era la cara, a la vanguardia de la abstracción, del realismo, de la nada. Esa no es mi facha, pero si mi rostro, y me registro el cerebro en busca de una posibilidad grotesca y rebuscada pero no soy médico, ni químico, y mis nociones de filosofía rayan el absurdo de una linea de cocaína en un cerebro que pertenece a una personalidad límite, tal vez dibujando el rostro de un disminuido sobre la ecuestre figura de quien se alzó en la Marcha sobre Roma.

Pero siempre me he sentido más atraído por los poliedros irregulares y sus juguetes rotos, posiblemente por ser un bastardo. Y esa niebla se humedece y sobre el asfalto cae gota a gota la lluvia de verano que produce ondas sobre el mar que destila nuestras lágrimas. Y por lo tanto, incido en el estudio de la herida, pretendo entender como se ejecutó tal mutilación, la examino al aliento de una mirada, a golpe de contaminar un cuerpo corrupto antes, ahora y en su futuro. Aunque en éste, ya muy próximo, la putrefacción y la descomposición hayan dibujado ya un agujero de gusano, donde suenan ahora unos raíles abrasándose en un fuego torturado.

Levanto el cuerpo inerte, como si de un pesado saco de yeso leve e ingrávido se tratase, siendo consciente de la tradición inoperante de ignorar la contradicción y la falsedad física de la existencia de quien solo nos rodea el cuello, y por una soga. Soy plenamente consciente de que mi estado moral y mental es terminal sino grave. Monto el cuerpo bajo mis hombros, lo arrastro sobre mi pecho, y comienza a gemir.

El perfume de mi lasciva capacidad de reflexión me lleva a abandonar el hábito del padre Brown, reescrito sin Chesterton, para tomar el hálito del número cinco y del número seis. Un pensamiento que bien podría ser trasladado por mi mismo hasta cuestionarme mi movimiento, tal cual era en los últimos instantes en los que mis ojos centelleaban el gozo, antes de posarse exorbitados y lacerados por su acristalado y estallado aspectos sobre su vísceras de sangre. En otro sentido, mi pasividad maquiavélica marcaba una rigurosa promoción laboral que terminaba en una última llamada, donde recogían los cadáveres de la purga. Aquel no era uno de ellos.

Los cuerpos más bellos tienden a la concentración química. Aquel si era uno de ellos, y a quien esperase descripción le atravesaría facetados los ojos con planos angulares de una figura tumbada sin punto de giro posible en su olímpica suficiencia onanista, y a mí devorando saturnino un bocado de cruda carne, pasada ya de fecha. Y llega la hora de la sopa, pero lo que yo quiero no sopa.

¿Quien saber quien eres maldito cabrón? Pero me pierdo en procurarla cuando ya está muerta.

martes, 16 de abril de 2013

Cuestión de apellidos

Por Carla González

"La señora no está; la señora ha salido", dicen de ella. De la otra, también señora, pero con otro apellido, dicen que "no te preocupes, ahora pasará la señora, no te molestes".
Ambas comparten una preposición en su apellido, un "de" que siempre otorga cierta distinción y señorío cuando ese "de" siempre ha estado ahí, esos González de Córdoba o Martínez de Irujo, por citar sólo dos ejemplos de rancio abolengo y pata negra; un "de" que denota soberbia y altanería cuando es una adquisición reciente, como esa María Dolores Cospedal que incorporó un "de" a su apellido como el monte a una seta, ¡pop!, antes no estabas, ahora sí, aunque la mona siga teniendo el mismo aspecto, con o sin la preposición.

"¿Qué tomará la señora?", preguntan en los restaurantes que frecuenta la una; "la señora se ocupará enseguida, usted no se preocupe", aseguran en nombre de la otra, en esos mismos lugares. Las dos caras de la moneda del servilismo, la espalda que se dobla y la barbilla que se eleva, señoras las dos, la una con la mirada celestial, la otra terrena.
"¿Cómo se encuentra la señora hoy?", se cuestionan a cada paso que da la una, a veces con afán interrogatorio, a veces con intención exclamativa, porque hay que ver la buena planta que se gasta la señora, mientras que a la otra se le llenan los oídos de "hay que ver cómo está usted", acompañada de un "con esa espalda", "con esa rodilla" o "con esa cadera", según el día y la estación del año en la que estemos, que el frío a estas cosas no le hacen ningún bien.
"¿Qué tal descansó la señora?", se preocupan al otro lado del interfono, de manera retórica, por supuesto, porque cuando se tiene poco de lo que descansar y nada de lo que preocuparse, la respuesta a esa pregunta es un "evidentemente bien", que contrasta con las ganas que la otra tiene de que lleguen las vacaciones, la ansiada jubilación o el final de otro largo día.

Cuestión de apellidos, dicen, diferencia abismal en un país como éste, el día y la noche para dos señoras, la de la casa, una; la de la limpieza, otra.
Cuestión de apellidos, nada más.

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

domingo, 14 de abril de 2013

Blood Bowl I


Blood Bowl

Por Tom el Afortunado

Blood Bowl, lo llaman, el deporte más sangriento que se haya inventado jamás. ¿Deporte? Bueno, sí, hay un balón por ahí, con tachuelas puntiagudas en las costuras y pegajoso de tanta sangre. Y sí, también hay un marcador que refleja el número de touchdowns anotados por cada equipo. Y un árbitro que… bueno, un árbitro que intenta sobrevivir de la mejor manera posible.
¿Y cómo he llegado yo aquí? Recuerdo haber desembarcado y recuerdo haberme dirigido, con unos cuantos compañeros a una taberna de las del muelle, un antro sórdido, lleno de humo y violencia, en el que ocupamos una mesa y comenzamos a beber. Lo siguiente que recuerdo es despertar o, mejor dicho, abrir ligeramente los ojos y ver a un tipo enorme, probablemente un medio-algo (¿orco, troll?), que me ajustaba un pectoral abollado con bastante poca delicadeza.

El griterío de la multitud es ensordecedor. Estamos separados de ellos por unos barrotes bastante sólidos, lo único que nos aleja de una muerte segura. El único sitio donde hay más violencia que en un partido de Blood Bowl es en las gradas de un partido de Blood Bowl. Junto a mí, un tipo flacucho y con la mirada perdida, incapaz de fijarla en algo más de dos segundos. Apenas lleva protecciones, unas rodilleras acolchadas y un viejo casco adornado con una pluma de color verde. Le examino detenidamente: en cuanto salga al campo lo van a despedazar. “Como a mí”, me digo. Y ese pensamiento tan siniestro hace que se me dibuje una medio sonrisa en el rostro, esa mueca del que se sabe sin salida y sólo puede seguir avanzando.

El medio-algo que me colocó la armadura está ensañándose con uno de los enanos del equipo contrario. Lo tiene atrapado entre sus fuertes brazos. El enano parece desmayado. Apenas sí se mueve cuando le arranca la nariz de un bocado. Abre los brazos y el enano cae a sus pies, con la cara ensangrentada, los bigotes y la barba apelmazados por el fluido vital. El rugido que emite la garganta del enorme tipo confirma mi teoría de que el tipo es un medio-algo. Ningún humano podría emitir semejante sonido. En las gradas, el efecto del rugido es como el de una fusta en la grupa de un caballo: la violencia se desata en varios puntos a la vez.
Un grupo de enanos, seguidores del equipo contrario, han agarrado a un tipo chiquitín y gordinflón (un halfling, con toda seguridad) y lo han sumergido en un barril de cerveza. El tipo patalea unos segundos, salpicando a los que están a su alrededor; después, con una última sacudida, deja de moverse, lo que provoca la carcajada del grupo de enanos.
En la grada contraria acaba de estallar algo. El estruendo de la explosión ha provocado que incluso los jugadores hayan desviado la atención hacia allí. El caos se multiplica y unos cuantos seguidores enloquecidos invaden el campo, saltando sobre un par de tipos que estaban en el suelo, machacándolos a patadas. Ahora tenemos dos jugadores menos que el equipo contrario.

En la siguiente anotación el flacucho y yo tendremos que salir ahí. Mi compañero no parece haberse dado mucha cuenta o, si se la ha dado, no parece importarle, pero a mí no me hace ni puta gracia tener que salir ahí.

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

jueves, 11 de abril de 2013

Día Mundial del Parkinson


Día Mundial de Parkinson
Acabo de leer que hoy es el Día Mundial del Parkinson e, inevitablemente me he acordado de Antoñito, un compañero de trabajo que sufre la enfermedad.
Cuando se la diagnosticaron, Antoñito acababa de cumplir los treinta. Llevaba unos meses encontrándose mal, con mareos y sensaciones extrañas en el cuello. Un problema de cervicales, sin duda, que le traía por la calle de la amargura y que muchos sábados, cuando nos juntábamos para jugar al fútbol, le impedía acudir y ponerse de portero, que era lo que más le gustaba, aunque de jugador de campo también protagonizó algún que otro momento memorable, como aquel golazo a lo Zidane que nos dejó boquiabiertos y ojipláticos o el día que salió a jugar sin pantalones, sólo con los calentadores, bien apretadito, como los ciclistas, porque se los había dejado en casa.

Una noche, mientras tomaba unas copas con unos amigos, sus amigos se sorprendieron de lo mucho que tardaba en volver del baño. Tras las coñas de rigor, uno fue a ver si todo iba bien. Se lo encontró tirado en el suelo, desvanecido. No era la primera vez que le pasaba.
Hace un par de años nos encontramos en la oficina. Le habían trasladado a otro edificio, así que ya no nos veíamos tanto como antes. Tres abrazos y dos “qué bien te veo” después y me suelta la bomba: tengo Parkinson. ¿Pero cómo es posible? ¿Tan joven? Parkinson precoz, me dijo; “menuda jodienda, tú”, no me salió nada más de la garganta.
Y me explicó que estaba peleando por conseguir la invalidez, porque el lado derecho del cuerpo lo tenía casi paralizado. Recuerdo su mano, ahora doblada, retorcida y pegada a su cuerpo, antes mano salvadora, que siempre llegaba a desviar ese balón antes de convertirse en gol.

Hoy, Día Mundial del Parkinson, me acuerdo de mi compañero de trabajo Antoñito, al que hace muchos meses que no veo, y que espero que haya conseguido la invalidez. Ese Antoñito que ya no volverá a jugar de portero nunca más y al que deseo, con todo fervor, que siga manteniendo la sonrisa los días que la vida se lo permita.

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

miércoles, 10 de abril de 2013

Fotografiando avutardas salvajes

Por David Alfaro

Suena el teléfono: “Lo tengo todo Papi, lo tengo todo Papi, tengo fly, tengo party, tengo pura sabrosura…”

- ¿Sí?
- ¡Hola tío!
- Hey, ¿qué pasa?
- Oye, este finde no prepares nada que ¡ya tenemos plan!
- ¿Ah sí? Cuenta, cuenta …
- Escucha: el sábado por la noche, vete pronto a acostar …
- Pero, ¿no vamos a salir a de fiesta?
- Este finde vamos a hacer algo muy diferente …
- Venga dime.
- Pues eso, acuéstate pronto y el domingo voy a buscarte a las 5:30 de la mañana.
- ¡¡A las 5 y media!!
- Sí, calla. Te recojo en tu casa y nos vamos al campo a …
- ¡Pero si a esas horas todavía es de noche!
- Ya lo sé. Precisamente por eso tenemos que quedar a esas horas. Bueno, pues eso, que te recojo y vamos a coger un camino hasta que lleguemos a una finca que conozco. Allí dejamos el coche y nos vamos a meter andando, atravesando la finca, hasta llegar al sitio donde tenemos que llegar. Tardaremos una media hora. Llévate botas de agua porque con lo que ha llovido este mes y como vamos a tener que pasar entre zonas de siembra, hay muchos charcos y mucho barro. Además, cógete un buen abrigo, gorro y guantes porque estaremos a 1 ó 2º C a esas horas.
- Pero tío, ¿dónde vamos?
- Pues a un par de zulos (también llamados hides) en mitad de la nada de 1m2 y 1,20m de alto donde vamos a meternos todo el día (cada uno en uno), sin poder salir hasta que se vuelva a hacer de noche. Así que llévate también agua y comida para todas esas horas. Ah, y una botella vacía también para orinar. ¡Eso es fundamental!
- ¡Joder! ¡Qué planazo! Madrugón de la leche, pringarnos de barro y agua, pasar frío, meternos en un cubículo solos todo el día y ¡¡sin poder salir!!
- Eso es. Y eso sólo nos va a costar 70€ a cada uno …
- Pero, ¿tú estás loco? Yo paso… No cuentes conmigo, ¡¡ni de coña!!
- Bueno, pues tú te lo pierdes… vamos a fotografiar avutardas en celo.

Esta conversación, aunque ficticia, está basada en la experiencia real que pude vivir este fin de semana para conseguir mi primer encuentro fotográfico cercano con avutardas salvajes.
Para los que no sepáis de qué estamos hablando, la avutarda es una de las aves de mayor tamaño de Europa y la especie voladora más pesada del mundo, llegando los machos hasta los 15 kg. Además, realiza uno de los cortejos de apareamiento más llamativos que existen entre las aves ibéricas.

Y esto es parte del resultado obtenido…

Avutardas. © David Alfaro

Avutarda. © David Alfaro
Avutardas. © David Alfaro





jueves, 4 de abril de 2013

Semana Santa en Las Casas del Conde, Salamanca

Río Francia
Almendros en flor
Desde el balcón de una entrañable casa de pueblo lo tengo todo y nada. Toda la paz, la calma y la tranquilidad que uno pueda imaginar tienen cabida en la falda de las montañas de la Sierra de Francia, y nada de ruido, de humos y avalanchas de personas corriendo de un lado a otro con cara de pocos amigos asoman por ellas.

Gracias a las continuas lluvias el paisaje está de un verde que ni los más ancianos del lugar pueden recordar. El río Francia corre con fuerza y salpica con su agua cristalina las grandes piedras que tropiezan en su camino.

Los almendros han florecido y multitud de flores de color amarillo, rosa y violeta despuntan en la inmensa alfombra verde que nos abraza.

Todavía hace frío, y el olor a leña se funde con el humo que escapa de las chimeneas de las casas del pueblo en pleno mes de Abril. Pero ya comienza la cuenta atrás, y en poco menos de dos meses los cerezos del Señor José se llenarán de sus rojizos frutos, lo que nos anuncia que el verano ya está aquí...

Por Nonia Cucalvo

martes, 2 de abril de 2013

Una espada mas larga que la noche

Cada vez que sube mi coagulado órgano palpitante por la caverna veo intestinos por pozo y pastilla de jabón por lengua, y tu lengua es también. Y no pienso primero en morderte ese ovoide de jabón que aún no es lengua, sino novio de la muerte, y me pienso tabloide, fácil de tragar. Pero... ya me habías tragado.

Y la noche se convierte en un abismo donde chocan esquirlas de asteroides, impulsadas por fuerzas de pulsión y colisión previas. Fuerzas de... angustia, que brotan de corazones atrapados por cervales ramajes, que marcan el camino entre el vampirico éxtasis que dibuja el discurrir del vino por las venas de tus huesos y el raíl olvidado donde se pintan cada mañana dos círculos egocéntricos sobre fondo blanco que dejan poemas muertos en pomos sobre ceniza, sobre vísceras por grasa. Cuan dulce es el aceitado motor de un sueño infantil violado y desgarrado en el nido sobre el que sobrevuela rapaz el ave de sus padres.

Y morimos en gálatas y suicidas escorzos, en esas imposibles configuraciones figurativas en las que solo es posible quedar en el vacío, abstracto. A menos..., a menos que nos agarremos los genitales, e intentemos arrancarlos, cual mala hierba, hasta estar seguros de estar bien despiertos y agarrando bien fuerte nuestro páncreas, mientras éste segrega sustancias de rechazo, en busca de nuestro propio desarraigo.

Admiro la eutaxia helicoide de la luz, y el agua, y el carbón, y si me es posible una colosal muestra del nuevo significado de la palabra orina, o del viejo significado de la palabra profesional, o bien de un rico té de la Siracusa de los cuarenta años que nunca he vivido. Seguro que los dragones cultivan campos de cultivo en sus escamas verdes, y el virus que nos reside es una mujer (lo siento) dibujada por la ceniza resultante de hacer arder cabalgando) una manzana de cera podrida en un convento de manzanas sanas.

Silencio

En el queda implícito un fugaz y egoísta pensamiento, mi mano izquierda sabedora de intenciones arrastra a la tuya, deslizándola de hierro, fuera del campo de minas, alambrada y espinas que configuran un yermo campal donde cariacontecen los movimientos sutiles, el erotismo de la palabra, los tubos de acero amarillo donde estudie la humillación y el minuscidio y las lágrimas de tinta que sigo arrojando a veces desde el petróleo inmundo de mis ojos abalaustrados por la soma.

Ahora que puedo no quiero reírme, como si me mereciera la penitenciaría carnal de mis labios. Pero tampoco quiera polvo blanco en su tocador, y deje de coquetear con sus pastillas, para derretir la escarcha que sustenta la seda que atraviesa nuestros labios, posándose sobre ellos, como un cristal estallado que sana desangrándose en un charco canceroso en el que escupimos y no escupen filtros de pantalla del sonido inamovible de una gota de nicotina sobre tres cuartas partes de agua corrida por los caminos de la larga lluvia de verano.

Hundámonos en esa neblina oscura, que contiene esta nube carmesí en la voluptuosidad del vacío íntimo, donde no hay más mares que el vino y mas ojos que el Panóptico, arrastrándose cual nido de alacranes hasta las comisuras del papel.

Porque la inercia de lo inerte les ha enseñado que el futuro nos es más que una mentira yacente sobre el cuerpo del pasado. La fotocopia de la fotocopia de una mentira, siempre reclamada como insidia al fuego hebreo de la calumnia.

Ruido

Sabia la savia de la xilografía en sus formas angulosas crecía en la hierba desgranada en la hierba, primitiva en la nada, la razón el vacío, pensé mientras me desangraba el cuchillo baldío. Focalizar mis ojos en el estallido facetado de mis restos, para hacerlos nuestros de la manera en que no sean nuestros, mientras nada es nuestro. Pero el deber llama a la llama del arresto, y finalmente no queda mas que la inexistencia de quien ésto está escribiendo, de la hoja sobre la que escribe, del acto infinito de escribir, de la tinta que mancha aleatoriamente el papel, del acto, de la aleatoriedad, de la mancha y del propio arresto.

Y mientras me desangraba la luz infante, acepté el cuchillo. Pero la trágica inoperancia de mi sentido del sacrificio, sombra mariana del rechazo y la persecución por Jesucristo, me ha llevado a enterraros a todos en una tumba vacía, titulada por el telón de mi nombre Ella.

Borja Quintana
Mierda registrada