Surtidores de combustible |
Las últimas veces que me he acercado a una gasolinera he terminado con una pregunta rondándome por la cabeza. ¿Sigue fluyendo la gasolina cuando el contador se acerca a la cantidad marcada? Ya sabéis que si, por ejemplo, habéis pedido 40 euros, cuando el contador va por los 38,5 aproximadamente, el flujo se reduce considerablemente. Si antes de llegar a esta cantidad el combustible incluso se oía a través de la manguera, una vez llegado al punto límite, nos adentramos en el terreno de la fe. ¿El flujo se reduce o se detiene completamente?
Esta mañana compartía esta duda con un buen amigo del trabajo, el cual, muy amablemente, me decía que él no se planteaba esas cosas, pero que yo era mucho más observador que él, siempre atento a toda posible conspiración que amenace a esta sociedad tan agredida ya. Una manera como otra cualquiera de mirarte con una ceja enarcada, pensando que estás como las maracas de Machín, aunque, como decía, de manera muy amable y cariñosa.
Esta tarde, decidido a desfacer el entuerto, he ido a repostar a la gasolinera del barrio. "40 euros, por favor", le he dicho a la dependienta, mirándola con los ojos semientornados, como si fuera cómplice de los tejemanejes de las petroleras, que nos roban casi 2 euros de cada repostaje. "¡Menos mal que estoy yo aquí!", me decía, mientras me dirigía a mi coche como Mel Gibson en Braveheart, orgulloso y triunfal, pasándome la mano por la cara extendiendo la imaginaria pintura azul que maquillaba mis, de repente, endurecidas facciones, listas para ser inmortalizadas en bronce, piedra o, ¿por qué no?, mármol, como los más grandes personajes grecorromanos.
35, 36, 37... el contador se acerca a la cifra clave, ahí está, 38,5... el flujo se reduce, ya no hay ruido, unos segundos me separan de la gloria eterna. Suelto el mango del surtidor y lo extraigo de la boca del depósito: quiero saborear el momento. Apunto hacia la rueda trasera izquierda y aprieto el gatillo. No me lo puedo creer: la eternidad de mi gloria evaporándose en un chorro (no un chorrito, no; un señor chorro todavía) de gasolina que salpica el neumático de mi coche y, por cercanía, mis recién estrenadas zapatillas.
Recompongo mi maltrecha figura con la poca dignidad que me queda, aguantando estoicamente la mirada del operario que se mueve entre los surtidores, mucho menos amable que la de mi amigo del trabajo; "la gente está fatal", se lee en ella. Esa misma frase que yo, tú, todos, decimos tantas veces al cabo del día, con la diferencia de que, en este momento, la gente soy yo.
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