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jueves, 21 de agosto de 2014

La muerte en la gran ciudad

El lunes era un gato, sin duda, un gato muerto, atropellado, tirado en el medio de la calzada, congelado en un salto eterno, como si se tratara del logotipo de alguna marca de calzado deportivo. Más que un gato, un proyecto de gato, un gatito que eligió el momento equivocado del día para cruzar al otro lado.
Su cuerpo quedó en perpendicular a la línea blanca que dividía ambos carriles, la cabeza y las patas delanteras a un lado de la vía, el rabo y las patas traseras en el otro lado. Pelo, piel, carne y uñas derrotadas, postradas sobre el asfalto vencedor. La vida, los restos de esa breve vida atropellada, servida en bandeja de alquitrán, un breve desayuno para la ciudad que despierta.

El martes el gato seguía sobre la vía pero había cambiado de postura, como si en medio del sueño se le hubiera quedado una pata debajo del cuerpo y, dormida y casi extraña al resto del gato, provocara ese movimiento casi involuntario. Pero no había sueño, sino muerte, muerte enroscada, no estirada como el día anterior, pero muerte al fin.
El miércoles el gato había perdido la tridimensionalidad y yacía aplanado en el mismo punto que los días anteriores, alfombrando la vía para que los coches homicidas no notaran el frío del asfalto. La vida debe estar al servicio de la máquina.
El jueves el gato era una pegatina despeluchada adherida a la carretera, parte de la decoración de la ciudad, una de las mejoras del ayuntamiento para humanizar la vida diaria de esta urbe. Que la piel forre las paredes, que el pellejo decore el asfalto, que la carne alicate las aceras. ¿Quién dijo que la gran ciudad era hostil a la vida?

El viernes el gato era una sombra oscura, un recuerdo del gato que un día fue para quienes lo conocimos al inicio de la semana, una mancha con restos de pelo y vísceras para los recién llegados. Podría ser cualquier cosa, el vómito de una persona o el de un vehículo, los restos de un desayuno excesivamente copioso o el aceite de motor que empacha el cárter. Un resto, nada más.
El sábado el gato ya ni se diferenciaba de las otras manchas de la vía, los recortes en los servicios de limpieza de algunos barrios (los barrios obreros, no los de la gente guapa) hacen que las aceras y las carreteras luzcan moteadas, mierda seca, mierda húmeda o mierda a medio secar, sombra aquí y sombra allá, el maquillaje habitual de la gran ciudad. Solo mierda, desechos indistinguibles del resto de la basura gris que manda en las calles de esta urbe despiadada, una trituradora de carne que digiere los cadáveres de sus habitantes, sin pausa, sin prisa, sin lágrimas.

El domingo el gato nunca existió. La ciudad lo mató. La ciudad lo devoró. La ciudad lo ignoró.

La imagen que acompaña este artículo procede de esta página.

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