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Cerca de tus pies cayó parte de la pared que recubre el edificio que tienes
enfrente; cal, sobre todo, y algo de ladrillo. El ruido te hizo alzar los
hombros y recoger las rodillas de manera inconsciente, apretándote más contra
la rueda del coche en la que estabas apoyado. Los fragmentos de pared que se
habían desprendido del edificio eran el único rastro que había dejado ese
último disparo, uno que había pasado cerca.
Acostumbrados al estruendo que los disparos provocan en el cine, los de
verdad defraudan. Incluso en momentos así la cabeza nos propone pensamientos
fugaces, ajenos a la situación que vivimos y a la que deberíamos dedicar toda
nuestra atención y que, sin embargo, son los que ocupan nuestra cabeza, al
menos durante unos instantes. Ese primer disparo real que vivimos y ese proceso
mental al que asistimos, estupefactos por lo vertiginoso, comparando lo real
con lo que debería ser, Stallone con una cinta en el pelo en la cubierta de una
barca que surca un río vietnamita, ta-ta-ta,
ta-ta-ta, percusión espectacular continuada, banda sonora de la década de
los ochenta, el final de la guerra fría y, de repente, la calva de Gorbachov,
así es la cabeza; lo que empezó con un disparo de verdad se ha convertido,
apenas unos segundos después, en una imagen fija de Gorbachov, con la cabeza
inclinada, ese antojo saludando al mundo.
Tus piernas aún no han reaccionado a ese disparo que te desvirgó el tímpano
y tu cabeza sigue a lo suyo, “cómo soy, eh, tú viviendo un tiroteo y yo aquí,
repasando la filmografía de Stallone”, procesos mentales fugaces e
inconscientes, tal vez vitales para mantener la cordura, única conexión con el
salón de casa de tus padres, tan lejano ahora, donde casi cada tarde, veías la
cuarta parte de Rocky acompañado de tu compañero de pupitre Dani, que sigue en
aquella galaxia tan lejana ahora y que, de vez en cuando, sigues sintiendo como
un hogar.
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Esa galaxia de la que tú no quisiste, o no supiste, formar parte, la
galaxia de las baldosas amarillas, en la que la vida de las personas está
planificada desde su nacimiento. En ella vive Dani, feliz, sin conflictos, a
gusto con su mundo, su carrera, su mujer, sus dos críos, sus vacaciones en la
playa y sus domingos de fútbol. Hay veces, pocas, sí, y cada vez menos, en las
que piensas en la que pudo ser tu otra vida, de baldosas amarillas, con un
trabajo estable y rutinario, entrar a las 8, encender el ordenador, tomar un
café, comentar el último partido del Atleti (una de las pocas excentricidades
permitidas en esa galaxia), teclear, comer, bostezar, teclear, apagar el
ordenador y hasta mañana, familia, nos vemos los próximos cuarenta años en el
mismo sitio y a la misma hora.
Llegar a casa pensando en cambiar de coche, un familiar se adaptaría mejor
a tus necesidades actuales, con dos niños pequeños y otro en camino, sería lo
mejor. Abrir la puerta y recibir abrazos en las piernas, acariciar cabecitas,
besar mejillas, bañar, dar de cenar y acostar. Y después, cómo te ha ido el
día, cenar cualquier cosa, ver cualquier serie y dormir, siempre a la misma
hora y sin sobresaltos, hasta que la muerte nos separe.
Un proceso mental aparentemente salvador, que te recuerda que tú no
perteneces al mundo que estás viendo, que tu lugar es otro, que te protege de
aceptarlo como tu mundo cotidiano o, mejor dicho, de resignarte a él. Tu mundo
es el otro, aunque no lo compartas al cien por cien, tú estás aquí de paso,
simple observador, notario de la realidad, las emociones y los sentimientos te
los dejaste en el aeropuerto donde facturaste la mochila, “no vienen conmigo,
no se preocupe”, le dijiste a la azafata de tierra que introducía tus datos en
su ordenador, “aquí tiene su tarjeta de embarque”, te dijo ella, “los dejo aquí
porque no los voy a necesitar”, añadiste tú, más por ti que por ella, porque
estaba claro que ella estaba más pendiente del siguiente pasajero (clientes,
como nos llaman ahora), que de tu explicación moral. ¿Dejas de verdad los
sentimientos aquí? ¿No será que estás en este aeropuerto precisamente porque
los usas demasiado?
“No te impliques, chaval, no se te ocurra hacerlo”, te dijo tu redactor
jefe cuando firmó la autorización para tus billetes de avión. “Los que se
implican son los que mueren”. Es posible, sí, respondiste en otro de tus
procesos mentales; pero los que se implican también son los que viven. Puedes
pasar por la vida sin dejar marcas, sin sufrir, sin implicarte; cerrando los
ojos a voluntad, torciendo el cuello, apartando la vista de lo doloroso, lo feo
y lo difícil. Si no lo veo, no existe. No hay ancianos dependientes, no hay
niños desnutridos, no hay injusticias ni desigualdades. Una vida de gimnasios,
series de televisión, superficialidad y gin-tónics,
por supuesto, para cuando la conciencia, la poca que queda, levanta la voz.
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Puedes hacer eso, sí, o puedes implicarte. Puedes denunciar injusticias,
puedes protestar, puedes erigirte en voz de los desamparados. Hay muchas formas
de hacerlo, es una actitud, no una profesión. Desde la medicina, la educación,
la cristiandad, la abogacía, la policía, la judicatura o el periodismo.
Formando parte del mundo, intentando que sea un poquito más humano, al menos
esa pequeña parte a la que llamamos “nuestro mundo”, ese entorno cercano en el
que nos escuchan. Ahora bien, implicarse es sufrir. Decepciones, engaños,
traiciones. La implicación es dolor, pero se trata de algo casi fisiológico;
igual que uno no puede dejar de respirar, tampoco puede dejar de implicarse.
Por eso estás en este aeropuerto. “Espere”, le dices a la azafata, “que al
final me los llevo. Son los que me han traído aquí”. Ella ni te mira, ya está
tecleando los datos del siguiente pasajero.
La acera se va llenando poco a poco de escombros, restos de las paredes de
los edificios, cristales, latas de refrescos a medio oxidar, asomando de los
charcos de agua negra, como barcos hundiéndose, símbolo de una civilización
occidental cuyo afán globalizador es visto en muchas partes del mundo como “el
sueño del hombre blanco”.
Se escuchan gritos, algunos parecen transmitir órdenes, otros se interesan
por los heridos. La lengua puede ser desconocida pero la entonación es la que
proporciona el significado. “Esto hay que contarlo”, te dices. El tiroteo ha
terminado y es ahora, y no antes, cuando tus piernas reaccionan, temblando de
manera incontrolable. Al baile se suman tus brazos, también tus manos, ocupadas
en sacar un pitillo de la cajetilla. Fumar para calmar el ansia; fumar como
símbolo de vida, qué paradoja. Los muertos no fuman. Después de un tiroteo, se
encienden todos los pitillos que se guardan en los bolsillos de los chalecos.
¿Cómo contar todo esto desde la redacción del periódico? El periodismo es
implicación, y la implicación es cercanía. Hay que vivir las cosas para
poderlas comprender, comprenderlas para poderlas contar.
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Ya desde pequeño, cuando pusiste en marcha tu primer periódico, ese Diario
de la Infanta, como homenaje a la calle donde vivías, con una Olivetti heredada,
huérfana de letra eme, redactabas crónicas desde el lugar de los hechos, junto
a la pecera en la que nadaban cuatro peces y flotaba uno, vaya manera que tuvo
tu madre de enterarse de la muerte de una mascota, por la prensa, que también
estuvo presente en la despedida del finado, un entierro típico de la Marina,
devolvemos el cuerpo al mar a través del inodoro. Descanse en paz.
Luego llegó la radio, un micrófono conectado a un casete, en el que
grababas la retransmisión de una carrera de coches, coches de juguete que iban
por la alfombra de tu cuarto a toda velocidad, siguiendo el dibujo de la misma.
Recogías también las palabras de los playmóbil
que organizaban la prueba, las impresiones de los que hacían de público y
entrevistabas a los montaman que
pilotaban los coches. Un despliegue técnico y humano para que todo el mundo,
tus padres y tu hermana, pudieran estar informados de lo que allí acontecía. El
periodismo como servicio público, como debe ser.
Naciste periodista y elegiste implicarte. Sabes que morirás sin un euro en
el banco, con varias úlceras y una almohada de preocupaciones. Tal vez mañana
mismo, esa bala no impacte contra la pared del edificio, sino contra tu cabeza
y adiós muy buenas. Y sin embargo, habrá merecido la pena. Tal vez los muchos Danis que hay en la galaxia de las
baldosas amarillas no lo entiendan y se limiten a derramar algunas lágrimas
cuando se enteren de que has dejado de fumar, meneando la cabeza con
incomprensión, “¿qué necesidad tenía de estar allí?”.
El Periodismo; ésa era la necesidad.
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