Blood Bowl |
Por Tom el Afortunado.
Y mientras el balón vuela
hacia el receptor, el tiempo parece ralentizarse. Sé que es una frase hecha,
tan escuchada que apenas sí tiene valor, pero creedme cuando os digo que en
esos escasos segundos que duró el trayecto aéreo del balón, en mi cabeza
resonaban los ecos del debate estrella de la última hora: ¿cómo coño he llegado
aquí?
La historia del marinero
emborrachado, embaucado y drogado es más vieja que la propia vida y, sin
embargo, no tengo otra que ofrecer. Cuántas veces me contaron una historia
similar, con un comienzo del tipo “lo último que recuerdo es desembarcar,
entrar en una taberna del puerto y empezar a beber”, y con un final a elegir
entre “me desperté encadenado”, “amanecí en el suelo del cuartel” o “recobré la
conciencia porque el corsé me apretaba en exceso los pechos… ¡un momento!
¿Desde cuándo tengo pechos?”.
Y cuántas veces esa
historia, cientos de veces escuchada y cientos de veces negada, provocaba la
misma reacción en el público. Movimientos de cabeza, leves fruncimientos de
labios, tironcitos de barba, encogimientos de hombros, sorbos de cerveza y
miradas bajas. Nunca creí en la veracidad de esas historias, ¿por qué vais a
creer en la mía vosotros?
Las manos del receptor
embolsan el balón. ¡Maldita sea, lo ha atrapado! Levanta el trofeo y lo exhibe
al público mientras camina lentamente hacia la zona de anotación. La gente se
vuelve loca. El griterío es sobrecogedor; imagino que el receptor estará en una
nube, disfrutando del momento, del fervor del público, de la envidia, de las
alabanzas, de la admiración y del éxito. ¿Y si no hubiera atrapado la pelota?
Con toda probabilidad, los mismos que ahora le aclaman estarían aborreciéndole,
lanzándole todo tipo de objetos y renegando de él. He ahí la fugacidad del heroísmo
en el Blood Bowl. Es más, incluso en su caso, habiendo atrapado el balón y
anotado el touchdown, la mayor victoria está aún por llegar: seguir vivo cuando
termine el partido.
El árbitro señala con su
silbato el tiempo designado para que las asistencias médicas retiren del campo
a los heridos y muertos. A un enano que se queja del hombro derecho le sujetan
entre dos tipos de piel verdosa, mientras un tercero, que hasta que el árbitro
pitó estaba a unos metros de mí, terminándose el tercer barril de cerveza de la
tarde, agarra la cabeza del enano, estirando del cuello hasta que se escucha un
crujido y el enano deja de moverse. Supongo que pretendía colocarle el hombro,
pero le ha partido el cuello. Las garras de los matasanos matan mucho más que
las propias heridas. Y eso que hay heridas que tienen muy mal aspecto, como las
del tipo al que sustituyo, con el tobillo tan inflamado que parece abultar el
doble que el sano. Rotura de hueso segura; tendrá suerte si vuelve a caminar.
Esa misma suerte que
espero que me ampare dentro del terreno de juego.
* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página
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