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miércoles, 1 de mayo de 2013

Blood Bowl III


Blood Bowl

Por Tom el Afortunado.

Y mientras el balón vuela hacia el receptor, el tiempo parece ralentizarse. Sé que es una frase hecha, tan escuchada que apenas sí tiene valor, pero creedme cuando os digo que en esos escasos segundos que duró el trayecto aéreo del balón, en mi cabeza resonaban los ecos del debate estrella de la última hora: ¿cómo coño he llegado aquí?
La historia del marinero emborrachado, embaucado y drogado es más vieja que la propia vida y, sin embargo, no tengo otra que ofrecer. Cuántas veces me contaron una historia similar, con un comienzo del tipo “lo último que recuerdo es desembarcar, entrar en una taberna del puerto y empezar a beber”, y con un final a elegir entre “me desperté encadenado”, “amanecí en el suelo del cuartel” o “recobré la conciencia porque el corsé me apretaba en exceso los pechos… ¡un momento! ¿Desde cuándo tengo pechos?”.
Y cuántas veces esa historia, cientos de veces escuchada y cientos de veces negada, provocaba la misma reacción en el público. Movimientos de cabeza, leves fruncimientos de labios, tironcitos de barba, encogimientos de hombros, sorbos de cerveza y miradas bajas. Nunca creí en la veracidad de esas historias, ¿por qué vais a creer en la mía vosotros?

Las manos del receptor embolsan el balón. ¡Maldita sea, lo ha atrapado! Levanta el trofeo y lo exhibe al público mientras camina lentamente hacia la zona de anotación. La gente se vuelve loca. El griterío es sobrecogedor; imagino que el receptor estará en una nube, disfrutando del momento, del fervor del público, de la envidia, de las alabanzas, de la admiración y del éxito. ¿Y si no hubiera atrapado la pelota? Con toda probabilidad, los mismos que ahora le aclaman estarían aborreciéndole, lanzándole todo tipo de objetos y renegando de él. He ahí la fugacidad del heroísmo en el Blood Bowl. Es más, incluso en su caso, habiendo atrapado el balón y anotado el touchdown, la mayor victoria está aún por llegar: seguir vivo cuando termine el partido.

El árbitro señala con su silbato el tiempo designado para que las asistencias médicas retiren del campo a los heridos y muertos. A un enano que se queja del hombro derecho le sujetan entre dos tipos de piel verdosa, mientras un tercero, que hasta que el árbitro pitó estaba a unos metros de mí, terminándose el tercer barril de cerveza de la tarde, agarra la cabeza del enano, estirando del cuello hasta que se escucha un crujido y el enano deja de moverse. Supongo que pretendía colocarle el hombro, pero le ha partido el cuello. Las garras de los matasanos matan mucho más que las propias heridas. Y eso que hay heridas que tienen muy mal aspecto, como las del tipo al que sustituyo, con el tobillo tan inflamado que parece abultar el doble que el sano. Rotura de hueso segura; tendrá suerte si vuelve a caminar.
Esa misma suerte que espero que me ampare dentro del terreno de juego. 

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

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