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domingo, 19 de mayo de 2013

De vocación, periodista



Periodismo. La imagen procede de aquí

Cerca de tus pies cayó parte de la pared que recubre el edificio que tienes enfrente; cal, sobre todo, y algo de ladrillo. El ruido te hizo alzar los hombros y recoger las rodillas de manera inconsciente, apretándote más contra la rueda del coche en la que estabas apoyado. Los fragmentos de pared que se habían desprendido del edificio eran el único rastro que había dejado ese último disparo, uno que había pasado cerca.
Acostumbrados al estruendo que los disparos provocan en el cine, los de verdad defraudan. Incluso en momentos así la cabeza nos propone pensamientos fugaces, ajenos a la situación que vivimos y a la que deberíamos dedicar toda nuestra atención y que, sin embargo, son los que ocupan nuestra cabeza, al menos durante unos instantes. Ese primer disparo real que vivimos y ese proceso mental al que asistimos, estupefactos por lo vertiginoso, comparando lo real con lo que debería ser, Stallone con una cinta en el pelo en la cubierta de una barca que surca un río vietnamita, ta-ta-ta, ta-ta-ta, percusión espectacular continuada, banda sonora de la década de los ochenta, el final de la guerra fría y, de repente, la calva de Gorbachov, así es la cabeza; lo que empezó con un disparo de verdad se ha convertido, apenas unos segundos después, en una imagen fija de Gorbachov, con la cabeza inclinada, ese antojo saludando al mundo.
Tus piernas aún no han reaccionado a ese disparo que te desvirgó el tímpano y tu cabeza sigue a lo suyo, “cómo soy, eh, tú viviendo un tiroteo y yo aquí, repasando la filmografía de Stallone”, procesos mentales fugaces e inconscientes, tal vez vitales para mantener la cordura, única conexión con el salón de casa de tus padres, tan lejano ahora, donde casi cada tarde, veías la cuarta parte de Rocky acompañado de tu compañero de pupitre Dani, que sigue en aquella galaxia tan lejana ahora y que, de vez en cuando, sigues sintiendo como un hogar.

La imagen procede de esta página
Esa galaxia de la que tú no quisiste, o no supiste, formar parte, la galaxia de las baldosas amarillas, en la que la vida de las personas está planificada desde su nacimiento. En ella vive Dani, feliz, sin conflictos, a gusto con su mundo, su carrera, su mujer, sus dos críos, sus vacaciones en la playa y sus domingos de fútbol. Hay veces, pocas, sí, y cada vez menos, en las que piensas en la que pudo ser tu otra vida, de baldosas amarillas, con un trabajo estable y rutinario, entrar a las 8, encender el ordenador, tomar un café, comentar el último partido del Atleti (una de las pocas excentricidades permitidas en esa galaxia), teclear, comer, bostezar, teclear, apagar el ordenador y hasta mañana, familia, nos vemos los próximos cuarenta años en el mismo sitio y a la misma hora.
Llegar a casa pensando en cambiar de coche, un familiar se adaptaría mejor a tus necesidades actuales, con dos niños pequeños y otro en camino, sería lo mejor. Abrir la puerta y recibir abrazos en las piernas, acariciar cabecitas, besar mejillas, bañar, dar de cenar y acostar. Y después, cómo te ha ido el día, cenar cualquier cosa, ver cualquier serie y dormir, siempre a la misma hora y sin sobresaltos, hasta que la muerte nos separe.
Un proceso mental aparentemente salvador, que te recuerda que tú no perteneces al mundo que estás viendo, que tu lugar es otro, que te protege de aceptarlo como tu mundo cotidiano o, mejor dicho, de resignarte a él. Tu mundo es el otro, aunque no lo compartas al cien por cien, tú estás aquí de paso, simple observador, notario de la realidad, las emociones y los sentimientos te los dejaste en el aeropuerto donde facturaste la mochila, “no vienen conmigo, no se preocupe”, le dijiste a la azafata de tierra que introducía tus datos en su ordenador, “aquí tiene su tarjeta de embarque”, te dijo ella, “los dejo aquí porque no los voy a necesitar”, añadiste tú, más por ti que por ella, porque estaba claro que ella estaba más pendiente del siguiente pasajero (clientes, como nos llaman ahora), que de tu explicación moral. ¿Dejas de verdad los sentimientos aquí? ¿No será que estás en este aeropuerto precisamente porque los usas demasiado?
“No te impliques, chaval, no se te ocurra hacerlo”, te dijo tu redactor jefe cuando firmó la autorización para tus billetes de avión. “Los que se implican son los que mueren”. Es posible, sí, respondiste en otro de tus procesos mentales; pero los que se implican también son los que viven. Puedes pasar por la vida sin dejar marcas, sin sufrir, sin implicarte; cerrando los ojos a voluntad, torciendo el cuello, apartando la vista de lo doloroso, lo feo y lo difícil. Si no lo veo, no existe. No hay ancianos dependientes, no hay niños desnutridos, no hay injusticias ni desigualdades. Una vida de gimnasios, series de televisión, superficialidad y gin-tónics, por supuesto, para cuando la conciencia, la poca que queda, levanta la voz.

Imagen obtenida de esta dirección
Puedes hacer eso, sí, o puedes implicarte. Puedes denunciar injusticias, puedes protestar, puedes erigirte en voz de los desamparados. Hay muchas formas de hacerlo, es una actitud, no una profesión. Desde la medicina, la educación, la cristiandad, la abogacía, la policía, la judicatura o el periodismo. Formando parte del mundo, intentando que sea un poquito más humano, al menos esa pequeña parte a la que llamamos “nuestro mundo”, ese entorno cercano en el que nos escuchan. Ahora bien, implicarse es sufrir. Decepciones, engaños, traiciones. La implicación es dolor, pero se trata de algo casi fisiológico; igual que uno no puede dejar de respirar, tampoco puede dejar de implicarse.
Por eso estás en este aeropuerto. “Espere”, le dices a la azafata, “que al final me los llevo. Son los que me han traído aquí”. Ella ni te mira, ya está tecleando los datos del siguiente pasajero.
La acera se va llenando poco a poco de escombros, restos de las paredes de los edificios, cristales, latas de refrescos a medio oxidar, asomando de los charcos de agua negra, como barcos hundiéndose, símbolo de una civilización occidental cuyo afán globalizador es visto en muchas partes del mundo como “el sueño del hombre blanco”.
Se escuchan gritos, algunos parecen transmitir órdenes, otros se interesan por los heridos. La lengua puede ser desconocida pero la entonación es la que proporciona el significado. “Esto hay que contarlo”, te dices. El tiroteo ha terminado y es ahora, y no antes, cuando tus piernas reaccionan, temblando de manera incontrolable. Al baile se suman tus brazos, también tus manos, ocupadas en sacar un pitillo de la cajetilla. Fumar para calmar el ansia; fumar como símbolo de vida, qué paradoja. Los muertos no fuman. Después de un tiroteo, se encienden todos los pitillos que se guardan en los bolsillos de los chalecos.
¿Cómo contar todo esto desde la redacción del periódico? El periodismo es implicación, y la implicación es cercanía. Hay que vivir las cosas para poderlas comprender, comprenderlas para poderlas contar.

La imagen procede de esta página
Ya desde pequeño, cuando pusiste en marcha tu primer periódico, ese Diario de la Infanta, como homenaje a la calle donde vivías, con una Olivetti heredada, huérfana de letra eme, redactabas crónicas desde el lugar de los hechos, junto a la pecera en la que nadaban cuatro peces y flotaba uno, vaya manera que tuvo tu madre de enterarse de la muerte de una mascota, por la prensa, que también estuvo presente en la despedida del finado, un entierro típico de la Marina, devolvemos el cuerpo al mar a través del inodoro. Descanse en paz.
Luego llegó la radio, un micrófono conectado a un casete, en el que grababas la retransmisión de una carrera de coches, coches de juguete que iban por la alfombra de tu cuarto a toda velocidad, siguiendo el dibujo de la misma. Recogías también las palabras de los playmóbil que organizaban la prueba, las impresiones de los que hacían de público y entrevistabas a los montaman que pilotaban los coches. Un despliegue técnico y humano para que todo el mundo, tus padres y tu hermana, pudieran estar informados de lo que allí acontecía. El periodismo como servicio público, como debe ser.
Naciste periodista y elegiste implicarte. Sabes que morirás sin un euro en el banco, con varias úlceras y una almohada de preocupaciones. Tal vez mañana mismo, esa bala no impacte contra la pared del edificio, sino contra tu cabeza y adiós muy buenas. Y sin embargo, habrá merecido la pena. Tal vez los muchos Danis que hay en la galaxia de las baldosas amarillas no lo entiendan y se limiten a derramar algunas lágrimas cuando se enteren de que has dejado de fumar, meneando la cabeza con incomprensión, “¿qué necesidad tenía de estar allí?”.
El Periodismo; ésa era la necesidad.

viernes, 17 de mayo de 2013

Blood Bowl. Las Aventuras de Tom el Afortunado IV



Me sitúo en la línea que delimita el centro del campo. Bueno, supongo que debería decir que me sitúan, ya que el medio-algo, nada más entrar en el campo, llamó mi atención con uno de sus dedos, señalándome y moviéndolo para que me acercara a él. Caminé despacio hacia donde se encontraba, me pasó un brazo por los hombros y me situó donde estoy ahora. Al tipo flacucho con el que compartía el banquillo hasta hace unos instantes lo han colocado un poco más a mi derecha, también cerca de la línea del centro del campo.
Giro la cabeza a mi izquierda y cuento el número de integrantes de mi equipo. Ocho. Se supone que deberíamos ser once y sobre el campo sólo estamos ocho. Maticemos: sobre el campo sólo quedamos ocho. En el banquillo se encuentran los heridos, como el tipo al que he sustituido, el del tobillo destrozado y otros dos compañeros, uno que apenas puede mover el brazo izquierdo y otro con una herida sangrante en el costado izquierdo. Si la vista no me falla, esa herida parece una puñalada; tiene suerte de poder caminar: un poco más arriba y le hubieran alcanzado el corazón.

Además de ellos,  los inmóviles, los menos afortunados. Entre estos últimos, los dos tipos que fueron pateados por el público que invadió el campo, de las primeras cosas que vi cuando abrí los ojos. Junto a ellos, tirado en un rincón, el compañero al que uno de los enanos estampó una bota claveteada en toda la cara. Su rostro no se distingue desde mi posición; sólo se ve una masa informe de color rojizo. Pobre diablo.
Un gruñido cerca de mí me devuelve a esta línea del centro del campo en la que me encuentro. El origen del ruido es la garganta del enano que tengo enfrente. Apenas me llega a la cadera, pero el cabrón asusta. Lleva un pañuelo atado en la frente, que le tapa el ojo derecho. Un líquido purulento le chorrea de ahí, manchándole una barba ya de por sí bastante asquerosa. La barba le llega por la cintura, recogida en dos enormes coletas y sujetadas ambas con el cinturón. La redonda barriga queda protegida por la armadura que cubre todo el torso, con pinchos oxidados del tamaño de una cuarta en los hombros. Golpea el suelo con su bota izquierda. La puntera, reforzada con algún metal, horada la tierra, como si quisiera buscar un punto de apoyo para lanzarse con más fuerza contra mí. El tipo no me quita ojo, nunca mejor dicho. Está claro que soy su objetivo.

Miro a mi derecha en busca de apoyos. El medio-algo se sitúa un par de metros más allá, sonriendo desafiante al enano que tiene delante. Se lleva el dedo al cuello y lo mueve de izquierda a derecha, como si lo cortara, sin dejar de sonreír. El enano al que le dedica el gesto, el medio-algo y yo lo tenemos claro: ese enano va a durar muy poco.
Otro gruñido me recuerda que yo también tengo un rugiente problema a menos de un metro de distancia. El enano tuerto se va a lanzar a por mí en cuanto nuestro lanzador, el tipo que lleva el musculado brazo izquierdo desprotegido, dé la patada al balón para mandarlo al campo de los enanos.
El árbitro se lleva el silbato a los labios y da la señal. Elevo la vista al cielo por un momento. Antes de que mi universo se reduzca a sobrevivir ante un enano enloquecido, quiero echar un vistazo a esas nubes surcadas por el balón pateado. Puede ser la última vez que lo haga.

La imagen que acompaña este artículo procede de esta página
 

miércoles, 15 de mayo de 2013

Audiorrelato. Robert Capa, Verano de 1944

Robert Capa, imagen procedente de Wikipedia
Inauguramos la sección de audiorrelatos con un texto de Robert Capa, el mítico fotógrafo estadounidense, titulado Verano de 1944. Robert Capa fotografió cinco guerras: la civil española (1936-1939), la resistencia china a la invasión japonesa (1938), el teatro europeo de la Segunda Guerra Mundial (1941-1945), la primera guerra árabe-israelí (1948) y la guerra de Indochina (1954); realizando su trabajo en este conflicto bélico falleció al pisar una mina.
En Verano de 1944, el relato que podéis escuchar a continuación, Capa nos cuenta su experiencia en el desembarco de Normandía.


miércoles, 8 de mayo de 2013

Noticias del mundo exterior, edición nº 1

Todo lo que usted va a leer a continuación es rigurosamente falso, salvo alguna cosa.

NACIONAL

- El ayatolá Fernández Díaz afirma que "yo soy ETA, tú eres ETA, él es ETA, nosotros somos ETA, vosotros sois ETA, ellos son ETA y el mundo es un planETA".

- Rosa Díez se corta la mano derecha por tenerla repetida; Toni Cantó devora los restos y lo tuitea con la boca llena.

- Un jubilado de Cáceres, última persona en haber visto a Mariano Rajoy en vivo y en directo. Fue a la salida de un bingo. "Sin la tele alrededor parece más bajo", dijo el testigo.

- Un equipo de arqueólogos afirma que los últimos restos de vida humana en la sede del PSOE datan de finales del siglo XIX.

- Alberto Ruiz Gallardón desmiente que Rouco Varela le construyera con los restos momificados de quince grandes inquisidores.

INTERNACIONAL

- Israel le declara la guerra a Estados Unidos y Estados Unidos bombardea Irak.

- Un grupo multidisciplinar de investigadores lleva 50 años intentando averiguar para qué sirve la ONU. "Es desesperante, lo dejo y me voy a contar los granos de arena de la playa de Peñíscola", afirma uno de los más veteranos del grupo.

- "A Angela Merkel la monté yo con piezas de varios desguaces", afirma Kiko Heredia, mecánico jefe de Talleres Romerales, en Valdehocicos de Abajo. "Con las piezas de un R-5 y el motor de un Panda", añadió.

ECONOMÍA

- Tras la última reunión de los ministros de economía de la UE, emitieron un comunicado indicando que "las medidas de austeridad son las únicas posibles". Ninguno se pudo aguantar la risa.

- El Banco Central Europeo, a punto de emitir billetes de valor personalizable. Cada nuevo billete sería de material plástico e incorporaría un pequeño rotulador.

- Cristóbal Montoro propone que se tengan más hijos para poder vender sus órganos y reactivar la economía.

COMUNICACIÓN

- Un grupo de periodistas de renombre, entre los que estaban Pedro J. Ramírez o Luis María Ansón, se reunieron en la Facultad de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid para homenajear a Antonio Herrero. Para alguno de los asistentes fue su primer contacto con el Periodismo.

- Inventan una televisión sin botón de apagado. La mayor parte de los que la probaron, afirmaron no haber apreciado diferencias con las que sí lo tienen.

- La crisis del papel llega a los inodoros de las redacciones de los periódicos. "He descubierto un nuevo uso para mi tableta", reconoce un alto cargo.

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página

viernes, 3 de mayo de 2013

Yo también

Cartel Yo también

Yo también (2009)
Dirección: Álvaro Pastor, Antonio Naharro
Guión: Álvaro Pastor, Antonio Naharro
Reparto: Lola, Dueñas, Pablo Pineda, Isabel García Lorca, Antonio Naharro

Daniel (Pablo Pineda) es una persona con Síndrome de Down que se ha convertido en el primer europeo con un título universitario; trabaja en los servicios sociales de la administración pública sevillana. Allí coincide con Laura (Lola Dueñas), una compañera de trabajo de la que se enamora.
En esta película, tan necesaria para mostrar con naturalidad la pluralidad de la sociedad, se mezclan un par de conflictos muy interesantes, además del principal, que abordaremos después.

El primero, el de Daniel, una persona a la que la sociedad le niega parte de sus características humanas; sí, claro que puedes trabajar, integrarte como uno (o casi) más, pero eso de enamorarse, como que no. Y de follar, ni hablemos, qué barbaridad, qué cosas tienes. Es curiosa la capacidad que tenemos para negarles los sentimientos y las necesidades a las personas que tienen algún tipo de diferencia. Debe ser que cuando vas en silla de ruedas,  te falla algún sentido o se te triplica el cromosoma 21, para la sociedad el corazón te deja de latir, sentimentalmente hablando.
El segundo conflicto, el de Laura, una mujer que llena su vida sentimental de experiencias sexuales vacías. Es decir, lo que en la moderna sociedad española del siglo XXI se conoce técnicamente como “ser una puta”. Y es que, como decía el bolero, pasarán más de mil años o muchos más, y en este olvidado agujero del planeta, las mujeres que no cumplan con la más estricta monogamia sexual, seguirán siendo unas putas.
El tema principal de la película, la reivindicación de la propia identidad, como hace Daniel con su madre cuando le reprocha no haberle aceptado nunca tal y como es, se mezcla con la libertad de acción de Laura, que choca frontalmente con el pensamiento mayoritario en la sociedad, si te comportas así, o eres puta o estás enferma.

En el caso de Yo también, la historia triunfa en el caso de Daniel, maravillosamente interpretado por Pablo Pineda, y de las otras personas con Síndrome de Down que aparecen. Personas que tienen necesidades afectivas, nada más. Magnífica película en este sentido.  
En el caso de la historia de Laura, a la que da vida una Lola Dueñas estratosférica, la película flojea y hace aguas, cayendo en todos los tópicos habidos y por haber, esa mujer que se va con todos por lo mucho que ha sufrido de pequeña. No es puta por vicio sino por enfermedad, menos mal.
Sin embargo, sumándolo todo, la película merece mucho la pena. ¿A qué esperáis?
Valoración: 8 sobre 10.



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miércoles, 1 de mayo de 2013

Blood Bowl III


Blood Bowl

Por Tom el Afortunado.

Y mientras el balón vuela hacia el receptor, el tiempo parece ralentizarse. Sé que es una frase hecha, tan escuchada que apenas sí tiene valor, pero creedme cuando os digo que en esos escasos segundos que duró el trayecto aéreo del balón, en mi cabeza resonaban los ecos del debate estrella de la última hora: ¿cómo coño he llegado aquí?
La historia del marinero emborrachado, embaucado y drogado es más vieja que la propia vida y, sin embargo, no tengo otra que ofrecer. Cuántas veces me contaron una historia similar, con un comienzo del tipo “lo último que recuerdo es desembarcar, entrar en una taberna del puerto y empezar a beber”, y con un final a elegir entre “me desperté encadenado”, “amanecí en el suelo del cuartel” o “recobré la conciencia porque el corsé me apretaba en exceso los pechos… ¡un momento! ¿Desde cuándo tengo pechos?”.
Y cuántas veces esa historia, cientos de veces escuchada y cientos de veces negada, provocaba la misma reacción en el público. Movimientos de cabeza, leves fruncimientos de labios, tironcitos de barba, encogimientos de hombros, sorbos de cerveza y miradas bajas. Nunca creí en la veracidad de esas historias, ¿por qué vais a creer en la mía vosotros?

Las manos del receptor embolsan el balón. ¡Maldita sea, lo ha atrapado! Levanta el trofeo y lo exhibe al público mientras camina lentamente hacia la zona de anotación. La gente se vuelve loca. El griterío es sobrecogedor; imagino que el receptor estará en una nube, disfrutando del momento, del fervor del público, de la envidia, de las alabanzas, de la admiración y del éxito. ¿Y si no hubiera atrapado la pelota? Con toda probabilidad, los mismos que ahora le aclaman estarían aborreciéndole, lanzándole todo tipo de objetos y renegando de él. He ahí la fugacidad del heroísmo en el Blood Bowl. Es más, incluso en su caso, habiendo atrapado el balón y anotado el touchdown, la mayor victoria está aún por llegar: seguir vivo cuando termine el partido.

El árbitro señala con su silbato el tiempo designado para que las asistencias médicas retiren del campo a los heridos y muertos. A un enano que se queja del hombro derecho le sujetan entre dos tipos de piel verdosa, mientras un tercero, que hasta que el árbitro pitó estaba a unos metros de mí, terminándose el tercer barril de cerveza de la tarde, agarra la cabeza del enano, estirando del cuello hasta que se escucha un crujido y el enano deja de moverse. Supongo que pretendía colocarle el hombro, pero le ha partido el cuello. Las garras de los matasanos matan mucho más que las propias heridas. Y eso que hay heridas que tienen muy mal aspecto, como las del tipo al que sustituyo, con el tobillo tan inflamado que parece abultar el doble que el sano. Rotura de hueso segura; tendrá suerte si vuelve a caminar.
Esa misma suerte que espero que me ampare dentro del terreno de juego. 

* La imagen que acompaña este artículo procede de esta página