Un ciclo infinito de agua de arriba abajo y de abajo arriba, un tobogán de diversión sin fin, un parque de atracciones para gotas de lluvia.
En invierno, hay semanas en los que el ciclo parece solo de caída, días y días de gris eterno y húmedo, tap-tap-tap en el cristal monótono y constante. En los pocos días en los que el agua no cae, se puede ver que el cielo no tiene un único color gris, sino muchos. Gris más oscuro, casi negro, donde la tormenta se está formando, nubes que se arriman las unas a las otras, tal vez para protegerse del frío, sumando sus grises hasta oscurecer el cielo. Gris más claro en las zonas por las que se adivina el sol, tras las que se sospecha que se esconde, abrumado entre tanta nube, como un artista cohibido en su camerino ante la acumulación de fans histéricas a la puerta. "El cielo es gris Gandalf", dijo un día mi amigo Alberto. Y tiene razón. Es como si el mago hubiera extendido su vieja túnica a modo de mantel y los pliegues de la tela formaran los claroscuros que vemos desde abajo.
Mi ventana está hecha de lluvia gris. Parece líquida. Si pudiera moverme me acercaría a ella y lamería el cristal. Me bebería la ventana. Nunca tengo sed pero cuando contemplo la ventana me entran ganas de beber. De beberme la ventana, de beberme el cielo gris, de beberme la túnica de Gandalf. Y volaría, y cruzaría el cielo, y llegaría más allá de las nubes, donde habita el sol, y lo miraría directamente y le pediría que se atreviera a salir del camerino, se enfrentara a sus nubes seguidoras, las apartara y saliera al escenario, un rayo de sol, uo-oh-oh, que ya está bien de tanto gris.
Cuando tu espacio vital se reduce a una cama y tu mundo lo forma una ventana líquida, la misma puta ventana todos los días, el gris Gandalf se come el ánimo.
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