Me sitúo en la línea que
delimita el centro del campo. Bueno, supongo que debería decir que me sitúan,
ya que el medio-algo, nada más entrar en el campo, llamó mi atención con uno de
sus dedos, señalándome y moviéndolo para que me acercara a él. Caminé despacio
hacia donde se encontraba, me pasó un brazo por los hombros y me situó donde
estoy ahora. Al tipo flacucho con el que compartía el banquillo hasta hace unos
instantes lo han colocado un poco más a mi derecha, también cerca de la línea
del centro del campo.
Giro la cabeza a mi
izquierda y cuento el número de integrantes de mi equipo. Ocho. Se supone que
deberíamos ser once y sobre el campo sólo estamos ocho. Maticemos: sobre el
campo sólo quedamos ocho. En el banquillo se encuentran los heridos, como el tipo
al que he sustituido, el del tobillo destrozado y otros dos compañeros, uno que
apenas puede mover el brazo izquierdo y otro con una herida sangrante en el
costado izquierdo. Si la vista no me falla, esa herida parece una puñalada;
tiene suerte de poder caminar: un poco más arriba y le hubieran alcanzado el
corazón.
Además de ellos, los inmóviles, los menos afortunados. Entre estos
últimos, los dos tipos que fueron pateados por el público que invadió el campo,
de las primeras cosas que vi cuando abrí los ojos. Junto a ellos, tirado en un
rincón, el compañero al que uno de los enanos estampó una bota claveteada en
toda la cara. Su rostro no se distingue desde mi posición; sólo se ve una masa
informe de color rojizo. Pobre diablo.
Un gruñido cerca de mí me
devuelve a esta línea del centro del campo en la que me encuentro. El origen
del ruido es la garganta del enano que tengo enfrente. Apenas me llega a la
cadera, pero el cabrón asusta. Lleva un pañuelo atado en la frente, que le tapa
el ojo derecho. Un líquido purulento le chorrea de ahí, manchándole una barba
ya de por sí bastante asquerosa. La barba le llega por la cintura, recogida en
dos enormes coletas y sujetadas ambas con el cinturón. La redonda barriga queda
protegida por la armadura que cubre todo el torso, con pinchos oxidados del
tamaño de una cuarta en los hombros. Golpea el suelo con su bota izquierda. La puntera,
reforzada con algún metal, horada la tierra, como si quisiera buscar un punto
de apoyo para lanzarse con más fuerza contra mí. El tipo no me quita ojo, nunca
mejor dicho. Está claro que soy su objetivo.
Miro a mi derecha en
busca de apoyos. El medio-algo se sitúa un par de metros más allá, sonriendo
desafiante al enano que tiene delante. Se lleva el dedo al cuello y lo mueve de
izquierda a derecha, como si lo cortara, sin dejar de sonreír. El enano al que
le dedica el gesto, el medio-algo y yo lo tenemos claro: ese enano va a durar
muy poco.
Otro gruñido me recuerda
que yo también tengo un rugiente problema a menos de un metro de distancia. El enano
tuerto se va a lanzar a por mí en cuanto nuestro lanzador, el tipo que lleva el
musculado brazo izquierdo desprotegido, dé la patada al balón para mandarlo al
campo de los enanos.
El árbitro se lleva el
silbato a los labios y da la señal. Elevo la vista al cielo por un momento. Antes
de que mi universo se reduzca a sobrevivir ante un enano enloquecido, quiero
echar un vistazo a esas nubes surcadas por el balón pateado. Puede ser la
última vez que lo haga.
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